Precisamente, ese mismo día, lunes 28 de enero, llegaba a Washington Liu He, el representante comercial de China, para iniciar ayer miércoles con Robert Lighthizer, representante de Comercio Exterior de EEUU, una nueva ronda de negociaciones comerciales en la que se logre un acuerdo antes de próximo 1 de marzo, fecha límite fijada por el propio Trump, cuando en diciembre acordó con su homólogo chino, Xi Jinping, una tregua temporal. El mandatario estadounidense se comprometió a suspender hasta ese día el incremento del 10% al 25% en los aranceles sobre los 200.000 millones de importaciones chinas anuales en Estados Unidos, en un intento por resolver las disputas comerciales que enfrentan a las dos mayores potencias económicas del mundo. Un objetivo que los analistas ven ahora, aún más, como misión imposible. La hoja de ruta de la administración Trump pasa por que China acepte reformas estructurales que cambien sus prácticas comerciales consideradas injustas, abra más su mercado a los productos estadounidenses y ponga fin a los subsidios. Y es este último punto el más difícil de salvar, ya que los subsidios a las empresas públicas forman parte del núcleo duro de la visión económica de Xi Jinping.
En todo caso, lejos de rebajarse o aplazarse la cuestión judicial que pende sobre Huawei para que no interfiriera en las negociaciones, la misma se confirmaba a tres días de empezar los debates. China, por supuesto, lo recibía como medida de presión para que el gobierno de Trump parta desde una posición dominante. Desde la detención en Canadá de Meng Wanzhou, hija del presidente del gigante tecnológico, China había movido sus hilos para impedir la extradición de la directora financiera a Estados Unidos donde podría enfrentarse a treinta años de cárcel. El Gobierno chino exigió a Canadá que la dejara en libertad de forma inmediata e incluso se dirigió a la justicia de Estados Unidos para pedir que no formalizara su petición de extradición, apoyándose precisamente en unas declaraciones de Trump en las que parecía admitir que utilizaría el caso para presionar en las negociaciones comerciales con China, lo que suponía “una grave injerencia política en el desarrollo del proceso judicial”. Como si China pudiese dar lecciones sobre una justicia por completo independiente.
Así, el lunes, el fiscal del distrito de Brooklyn, Richard P. Donoghue, dejaba las cosas bastante claras a través de un comunicado en el que aseguraba que Huawei utilizó “durante más de una década” una “estrategia de mentira y engaño para manejar y hacer crecer su negocio”. Y el director del FBI, Christopher Wray, era aún más duro, afirmando que Huawei había mostrado un “descarado desprecio por las leyes” y que la amenaza que supone la empresa para Estados Unidos es doble, ya que afecta no solo a la economía sino también a la seguridad nacional. De hecho, Washington ha prohibido a la compañía que instale sus equipos de telecomunicación en importantes redes estadounidenses ante el temor de que podrían utilizarse para fines de espionaje. La justicia estadounidense acusa también a Huawei de haber creado un sistema para violar las sanciones contra Irán, utilizando a la empresa Skycom, que funcionaría allí como una filial en la sombra. Y quiere sentar a Meng Wanzhou en el banquillo para probar que ella era parte fundamental de esa trama, responsable absoluta del engaño a los bancos estadounidenses sobre la relación entre Huawei y Skycom.
Más allá de lo realmente importante, es decir la preocupación comercial por los aranceles, en China tampoco ha gustado que se desvelen “sin pudor” datos sobre la que es una de las familias más ricas del país y también de las más enigmáticas. Allí no funciona así. Además, especialmente en el caso de los Huawei, se trata de una familia que ha procurado mantenerse alejada de la luz pública. Aunque, por supuesto, sin poder evitar que los más jóvenes de la casa hayan caído en la tentación de mostrar en las redes sociales algunos momentos de su lujosa existencia. El problema, sin embargo, es que ahora ya no se trata de enseñar lo que a cada uno de ellos le apetece y cuando le apetece, sino que se han visto colocados justo bajo los focos de la atención pública internacional desde la detención de uno de sus miembros más poderosos, Meng Wanzhou, desestabilizando al conjunto familiar.
Especialmente al patriarca de la familia Ren Zhengfei, que cumplía 74 años el pasado mes de octubre sin poder imaginar la magnitud del huracán judicial y mediático que se cernía sobre su familia. Con un patrimonio valorado en 3.200 millones de dólares, que le sitúa en el puesto 83 de la lista de Forbes de China, el jerarca no ha dejado nunca de recordar sus orígenes humildes. Según su escasa biografía oficial, nació en Guizhou, una de las provincias menos desarrolladas, donde muchos de sus habitantes viven de la recogida de té. Sus padres eran, sin embargo, maestros de escuela y él tuvo la oportunidad de estudiar a diferencia de la mayoría de los niños de la zona. A los 19 años ingresó en el Instituto de Ingeniería Civil y Arquitectura de Chongqing, un hecho que ha llevado a algunos a dudar de esa procedencia humilde de la que presume.
Con su primera esposa, Meng Jun, – Ren se ha casado tres veces, la última con su jovencísima secretaria -, tuvo a principios de los 70 a sus dos hijos mayores: Meng Wanzhou y Meng Ping, que adoptaron el apellido de su madre para “evitar atenciones innecesarias”. Meng Wanzhou, máxima protagonista a su pesar de esta historia – tiene 46 años, también es conocida como Sabrina o Cathy Meng y comenzó su carrera como recepcionista hasta llegar a ser directora financiera de Huawei. Siguiendo el consejo de su padre, hasta el momento de su detención en Canadá había logrado mantenerse a la sombra – muchas personas ni siquiera conocían su parentesco -, pero ahora cualquier detalle sobre su vida se cotiza al alza y, precisamente a través de los documentos que figuran en el tribunal canadiense que juzga su caso, han salido a la luz muchos de esos detalles. Por ejemplo, que se ha casado dos veces, tiene cuatro hijos y vivió en Canadá hasta 2009, año en el que volvió a China, aunque regresa con frecuencia al país norteamericano, donde posee dos casas, una de seis habitaciones valorada en 4,2 millones de dólares y otra gran mansión, que valdría más de 12. Por otra parte, sus abogados apelaron a su delicado estado de salud – Meng sufrió un cáncer de tiroides y padece de hipertensión y desórdenes de sueño – para que se decretara, como así fue, su libertad bajo fianza.
Huawei, por supuesto, sigue defendiéndose de las acusaciones y en un comunicado emitido inmediatamente después de conocerse las acusaciones de la fiscalía estadounidense rechazaba todas “las infracciones de la ley de EE.UU. expuestas en las demandas”, exonerando de paso a Meng de cualquier tipo de delito. Además, recordó que el presunto robo de secretos comerciales ya fue objeto de una demanda civil resuelta finalmente por las partes, después de que un jurado de Seattle “no encontrara daños ni conducta intencionada o maliciosa”. Al lado de la empresa fundada por Ren Zhengfei, uno de los más ilustres miembros del Partido Comunista, reaccionaba el gobierno chino, acusando a Estados Unidos de utilizar el poder de su gobierno para “manchar y atacar a unas empresas chinas determinadas” con una única motivación política. Y prometía que “China está decidida a proteger los derechos legítimos de sus compañías”.
Trump ya ha declarado en diversas ocasiones que “las guerras comerciales son buenas”, a pesar de que su opinión no coincida en absoluto con el análisis de la mayoría de los expertos economistas. Sobre todo, si se trata de una guerra contra un país que también cuenta con potente armamento comercial para defenderse del enemigo. Como represalia, China ya ha atacado el pasado año sectores estratégicos estadounidenses como la industria agrícola, de donde proceden muchos de los votos que sentaron a Trump en la Casa Blanca, ya que el 90% de los 545 productos a los que China, a su vez, impuso aranceles pertenecen a este sector. Igual que se ha visto afectado el sector automovilístico, con empresas como Tesla y Chrysler que fabrican en Estados Unidos. Por no hablar de los propios consumidores, ya que muchos de los productos importados de China, que van desde plásticos a chips semiconductores, son necesarios para la fabricación de artículos tan comunes como televisores, móviles y ordenadores. Según el Instituto Petersen de Economía Internacional, más de un 90% de los productos que se verán perjudicados por los aranceles estadounidenses están hechos de productos intermedios o bienes de capital: es decir, productos que se necesitan para hacer otro tipo de productos, que verán incrementado su precio.
En todo caso, la preocupación en China también crece y las empresas están adaptando sus planes de fabricación movidos por la cautela (o el miedo) que siempre acompaña a los tiempos de incertidumbre. La guerra podría estar ya afectando al plan “Made in China 2025”, lanzado en 2015 con el objetivo de convertir al país en un líder tecnológico global en robótica, telecomunicaciones o vehículos de energías renovables y ahora estarían a punto de congelarse estos planes de expansión, con un impacto directo para el resto de Asia. Países como Corea del Sur, Singapur o Taiwán serían los primeros en verse afectados, por las alteraciones en la cadena de suministro. Pero no serían los únicos. En realidad, nadie duda de que esta guerra entre las dos mayores potencias económicas del mundo acabará afectándonos a todos.