La Asamblea General de la ONU, en la resolución 66/281 de 12 de julio de 2012 decretó el 20 de marzo Día Internacional de la Felicidad, para “reconocer la relevancia de la felicidad y el bienestar como aspiraciones universales de los seres humanos y la importancia de su inclusión en las políticas de gobierno”. La resolución invita a todos los Estados Miembros, a los organizaciones nacionales, regionales e internacionales, a la sociedad civil y a las personas a celebrar este Día, y promover actividades concretas, especialmente en el ámbito de la educación.
La duda que me asalta es quizás un poco cínica, pero si cuando celebramos el pasado 28 de febrero el Día Internacional de las Enfermedades Raras la intención era la de poner el foco en las dificultades que hay a la hora de recibir un pronto diagnóstico, reclamar más investigación para su tratamiento y sensibilizar a la sociedad respecto de los enfermos y sus familias, me pregunto qué debemos hacer hoy.
Vale. Para empezar, ser felices. Y hacer felices, en la medida de nuestras posibilidades, a quienes tenemos más cerca. Eso lo tengo claro. Si puedo elegir entre sonrisa y cejas caídas, hoy es el mejor día para elegir lo primero. Para aprender desde hoy a elegir siempre lo primero. El problema es que no siempre se puede. Por muy 20 de marzo que sea.
Reconozco, por otra parte, que hay personas (bastantes) que solo ven la parte negativa de sus vidas y que una “llamadita” de atención sobre la noble aspiración a la felicidad nunca está de más. Pero, sinceramente, creo que estas personas serán las que menos dispuestas estén hoy, o en cualquier otra fecha, a celebrar un día especial dedicado a la felicidad por mucho que venga establecido en una resolución de la mismísima ONU.
Más bien, mirarán de lado y con displicencia apenas disimulada a quienes hoy se suban al carro fletado por la ONU para reconocer la felicidad como una aspiración universal a la que los gobiernos, con políticas de bienestar, deberían – lo dice la ONU, no yo – prestar la debida importancia.
O se preguntarán, por ejemplo, si no habría que celebrar también un Día Internacional de la Tristeza. No para celebrarla, aunque algunos se regodean cada día en ella, sino para que no se sientan discriminados y puedan exhibirla sin tener que agachar la cabeza, sin fingir sonrisas. En definitiva, como parte de la otra cara de la moneda de esta existencia nuestra, de este balance de vida, de días buenos y malos, de periodos “entreguerras”.
Y les parecerá, sin duda, una cursilería de tomo y lomo la historia que hay detrás de la declaración del día para celebrar en todo el mundo la Felicidad precisamente un 20 de marzo. Que fuera el Reino de Bután, un pequeño país del sur de Asia en la cordillera del Himalaya, el que propusiera este día a la ONU porque hace 40 años al rey de aquel diminuto país decidiera que la filosofía de su gobierno se basara en la felicidad de sus súbditos e inventara el concepto de Felicidad Nacional Bruta (FNB), para sustituir al de Producto Interior Bruto.
Lo cierto es que en general y con excepción de esos periodos en los que nos parte en dos una tragedia o que vivimos a base de sortear zancadillas, la felicidad sigue siendo algo tan difícil de medir como el dolor. Imposible de comparar con el de otra persona, porque cada umbral es de carácter por completo individual incluso ante inmensos dramas que cambiarán la vida de alguien pero jamás de la misma manera.
Así pues celebremos hoy (también) la felicidad, si el día lo permite, intentando no hacer buena –aunque lo sea– la opinión de Voltaire sobre este tema: “Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”. O, si lo prefieren, celebren mañana el Día Mundial de la Marioneta. Tenemos un calendario para todos los gustos.