El juez brasileño Sergio Moro acababa de cumplir los 26 cuando ocupó su primer destino como juez federal, cargo que en 2013 le llevó a la 13ª Sala Criminal Federal de Curitiba, capital del estado de Paraná, en el sur del país con casi dos millones de habitantes. En 2016, a los 44 años, la revista Fortune incluía a Moro en su famosa lista de los 50 líderes con mayor influencia en el mundo. ¿Qué pasó para que un juez de la tercera ciudad de Brasil saltara a la fama internacional?
La causa hay que buscarla en un caso que el juez empezó a investigar como tantos otros que entraban en su juzgado. En esta ocasión, se trataba de actividades irregulares que la policía federal había detectado en una empresa de gasolineras y túneles de lavado de coches. A raíz de una denuncia del empresario Hermes Magnus en 2008, la policía había descubierto que, además de automóviles, allí parecía que se les daba bastante bien lavar el dinero negro que llegaba procedente de actividades delictivas, más en concreto, de las constructoras más importantes – no solo de Brasil – que blanqueaban, presuntamente, dinero para financiar campañas políticas a cambio de la adjudicación de grandes obras públicas.
A medida que avanzaba la investigación, el caso conocido como Operación Autolavado (Operação Lava Jato) empezó a mostrar la magnitud de una trama que llevaba funcionando desde 1997 y arrojaba cifras de escándalo: setecientas personas detenidas en diversos países de Latinoamérica y mil trescientos millones de euros en sobornos a políticos. Políticos que, como en el caso del el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, iban a ver frenada su carrera política. Más aún, iban a acabar entre rejas. El 12 de julio de 2017, Lula fue condenado en primera instancia a nueve años y seis meses de prisión por el juez Moro, era la primera vez en la historia de Brasil que un expresidente – está en prisión desde el 7 de abril de 2018 – es condenado por corrupción pasiva.
Nadie imaginó que el juez Moro llegaría tan lejos. Ni que apuntaría tan arriba en su intento por desmantelar las gigantescas redes de corrupción clientelar, una especie de modus vivendi de la política brasileña desde siempre. Como era de esperar, desde el principio la opinión en Brasil sobre el juez no tardó en dividirse. A favor y en contra. Muchos, aunque de acuerdo con el “fin”, criticaron sus “medios”. Entre ellos, el uso de las llamadas colaboraciones premiadas – antes prohibidas en Brasil -, que se tradujeron en reducciones de pena a 120 presuntos delincuentes a cambio de que delataran a otros. Como a Lula. Los seguidores del veterano político acusaron al juez de haber fundamentado la condena del fundador del Partido de los Trabajadores en el testimonio de ejecutivos de la constructora OAS que habían confesado pagar sobornos y querían ver reducidas sus penas.
A Moro también se le ha acusado de tener una proximidad con fiscales y policías “que no es propia de un juez” o de utilizar a los medios de comunicación, como cuando filtró la grabación de una conversación privada entre Lula y Rousseff que destapaba cómo la entonces presidenta brasileña quiso incorporar a Lula a su gabinete para protegerlo ante el avance de los fiscales de Lava Jato. Lo cierto es que Moro, formado en Harvard, ha forjado un disciplinado espíritu de cuerpo con los fiscales de Curitiba y conoce personalmente a los jefes de la policía federal responsables del encarcelamiento de Lula y ha utilizado con maestría los medios de comunicación para movilizar a la opinión pública en favor de la investigación sobre la red ilegal de sobornos en el entorno de la petrolera brasileña Petrobras y diversas constructoras, entre ellas Odebrecht.
El juez se defiende apuntando a los poderes fácticos e intereses creados a los que se enfrenta y la necesidad de romper los pactos de silencio que llevan décadas protegiendo a los corruptos. Se esté de acuerdo o no con sus métodos, tampoco son demasiado ortodoxos los utilizados por la otra parte: aprovechando las vacaciones de Moro en Portugal, el juez que estaba de guardia, simpatizante de Lula, admitió la solicitud habeas corpus presentada por tres diputados del PT y cursó una orden a la policía federal de Curitiba para que pusieran en libertad “de forma inmediata” al expresidente. Aunque era probable que al día siguiente, lunes, la orden fuera anulada cuando los demás jueces volviesen al trabajo, Moro llamó a los fiscales y a la policía federal en Curitiba para impedir que se cumpliera con la orden judicial. Lula no salió de prisión.
Moro también ha sido criticado por sus conexiones con Estados Unidos que incluyen conferencias, galardones y la participación en un programa para la instrucción de abogados en la Escuela de Leyes de Harvard. Le han acusado de recibir del Estado 1300 dólares mensuales como “ayuda-vivienda” a pesar de tener su propia casa en Curitiba y ha sido denunciado por testigos de la causa por “forzarlos” a declarar contra Lula Da Silva. Nada, por el momento, lo ha apartado de su “cruzada”.
Aunque Lula fue proclamado como candidato del PT, la justicia electoral terminó vetando finalmente sus aspiraciones porque la ley impide que condenados en segunda instancia, como es su caso, se postulen a un cargo electivo. Y este miércoles, tan solo tres días antes de que abran los colegios electorales en un país más dividido que nunca, el ex mandatario ha sabido que tampoco podrá votar. El Tribunal Regional Electoral de Brasil rechazaba ayer el segundo recurso presentado por su defensa y aunque Lula tenga derecho a votar, los problemas burocráticos alegados por el citado tribunal – la causa sería que el centro donde está recluido no cuenta con la cantidad de electores necesarios para instalar una urna – impedirán, salvo sorpresa de última hora, que ejerza dicho derecho.
Desde la cárcel, Lula sigue pidiendo a sus seguidores que den el voto de confianza a Fernando Haddad, mientras los últimos sondeos auguran un posible empate técnico entre el candidato del PT y Jair Bolsonaro, un antiguo capitán del Ejército, en una eventual segunda vuelta si ninguno obtiene más de la mitad de los votos en la primera. Mientras, desde el juzgado, el caso Lava Jato irrumpía también en la campaña: levantado el secreto de sumario en el tramo de la “delación premiada” de Antonio Palocci, ex ministro de Hacienda de Lula, se hacían públicas sus declaraciones ante el juez Moro. En ellas, Palocci habla de hasta siete modalidades de recaudación de sobornos por parte del gobierno de Lula Da Silva. Condenado a 12 años de prisión, Palocci confesó a Moro que en una reunión en el Palacio de Alvorada en 2010, el entonces presidente Lula Da Silva pidió al presidente de Petrobras acelerar la recaudación de sobornos para la campaña presidencial de Dilma Rousseff.
Ahora es el turno de que hablen los más de 147 millones de brasileños que sí podrán concurrir a las urnas para elegir al vencedor de una lucha que, en todo caso, los analistas políticos creen que acabará decidiéndose en la segunda vuelta del 28 de octubre.