Porque en Libia, los refugiados se han convertido en “tesoros” con los que las milicias ganan más dinero vendiéndolos como esclavos que cobrándoles por subirles a un destartalado barco camino de Europa. Lo que hace unos años parecía impensable, que civiles libios compraran esclavos para trabajar sus tierras, negocios o minas sin pagarles un salario y en terribles condiciones de vida, en la actualidad es una realidad de la que los más “afortunados” logran huir para volver a aquella pobre casa que dejaron, soñando con un mundo mejor en Europa.
Cuando en Libia estalló la guerra civil que en octubre de 2011 llevó al linchamiento de Muamar el Gadafi, los traficantes de personas se vieron, en un principio, favorecidos. Ya no estaba el régimen del dictador que en 2008 había firmado un acuerdo con la Italia de Berlusconi para ponerles las cosas difíciles. Además, por entonces, la creciente economía libia ofrecía oportunidades laborales a los subsaharianos que, finalmente, se quedaban allí a trabajar en lugar de seguir la travesía. Antes de la guerra había en Libia 2,5 millones de migrantes africanos y asiáticos; siete años después de la caída de Gadafi, no queda ninguno. Desde finales de 2017, la cifra oficial de inmigrantes que regresan a Níger desde Libia es superior a la de quienes parten de Níger hacia Europa.
El gobierno está en manos de las violentas milicias armadas y los intentos de la ONU por pacificar el país con un Gobierno de unidad nacional no están dando frutos y sigue habiendo dos Ejecutivos. El primero, con sede en Trípoli, es que el que cuenta con el reconocimiento de la comunidad internacional, mientras que el segundo, establecido en el este del país, cuenta con el apoyo del caudillo Jalifa Hafter. Y ninguno de ellos ha sido capaz hasta el momento de frenar a las milicias que todo lo controlan: desde los bancos y las prisiones a las mafias que venden esclavos. La extorsión, la corrupción, la crisis económica y la hiperinflación han puesto el poder en sus manos.
En todo caso, aún llegan a Libia miles de personas que ignoran el peligro que les aguarda o que han sido engañadas, y la mayoría acaba en los centros de detención de las milicias donde impera el maltrato. La oficina de Derechos Humanos de la ONU alerta de la existencia de diversos centros de este tipo, como el del aeropuerto de Trípoli, donde habría 2.600 africanos detenidos o el de la zona costera de Zawiya, con más de un millón de migrantes esperando “destino”. Por si el miedo a la esclavitud, al robo o la violencia en Libia no fuera ya razón bastante, otro dato que explica el cambio de rumbo migratorio es el descenso del número de embarcaciones que salen de las costas libias tras el acuerdo firmado entre la UE y los guardacostas del país.
Las presiones de la Unión Europea a los países norafricanos para que ejerzan un mayor control de sus fronteras y la ley 036/2015 contra la trata de seres humanos, impulsada asimismo por la UE, también están modificando las rutas en la zona, verdadero cruce sin semáforos de quienes siguen intentando encontrar la forma de llegar a Europa y aquellos otros que, por el contrario, se han resignado a volver. El año pasado, la Organización Internacional para la Migración de la ONU (OIM) inició un programa de repatriación al país de origen para quien decida regresar, que espera paliar la situación de muchos de los que se han quedado varados en mitad de su dramática aventura.
Las medidas de la UE, en todo caso, no están exentas de polémica. Sobre todo las que intentaron arreglar tan grave tragedia humana a golpe de chequera, sentando de paso muy mal precedente. Por ejemplo, el acuerdo entre Bruselas y Ankara en 2016 para cerrar la ruta que pasaba por Grecia llenó los bolsillos turcos con 3.000 millones de euros y un año más tarde, finalizada la cumbre de Malta, la lotería de un nuevo acuerdo le tocó a Libia, que recibió 130 millones de euros a cambio de cerrar la autopista del Mediterráneo central. Marruecos espera su turno, y de momento ya ha pedido 65 millones de euros para reforzar sus fronteras.
Dinero aparte, activistas y expertos en la zona tampoco ven con buenos ojos las demás políticas de la Unión Europea. Así, el portavoz de la asociación Alternative Espaces Citoyens, Tcherno Amadou Bulama, denuncia lo que califica de giro radical de la UE en su política migratoria, que ha pasado de tratar de impedir que los migrantes entren en su territorio a intentar impedir que los migrantes salgan de sus países o avancen hacia Europa. Para este activista, la UE estaría poniendo su frontera en el territorio de países como el suyo, Níger, que han aceptado vigilar mejor sus fronteras y legislar en contra de la migración irregular, y considera que el refuerzo de los controles policiales provoca que los traficantes que llevan a migrantes por el desierto hagan un rodeo para evitar ser detenidos.
Un rodeo que, cuando hablamos una travesía en el desierto, bien puede traducirse en más muertos. Ya hay voces que alertan de que el Sahara se está convirtiendo en un gran cementerio, lleno de cuerpos que quedan sepultados en poco tiempo por la arena. Porque las nuevas rutas son más difíciles, más peligrosas y a veces quienes conducen los todoterrenos atestados de personas deciden no seguir adelante por temor a ser detenidos o atracados y abandonan a sus “pasajeros”. Sin posibilidad de llegar a ninguna parte. Según la OIM, por cada migrante que ha muerto intentando cruzar el Mediterráneo, dos han perdido la vida atravesando el desierto, unos 30.000 desde 2014.
Otro factor que está modificando las rutas viene de Argelia, donde se vive un auténtico rechazo a los inmigrantes africanos con campañas de deportaciones a gran escala. Desde agosto de 2017, Argelia ha expulsado a más de 15.000 nigerinos y ha abandonado a otros 10.000 migrantes y solicitantes de asilo de África Central y Occidental en la frontera con Níger. La OIM confirma que desde el pasado septiembre ha tenido que socorrer a unas 10.000 personas abandonadas en la desértica frontera donde las temperaturas pueden alcanzar los 50 grados. Así, Argelia ha pasado de ser un país de destino final o de tránsito para muchos africanos a convertirse en zona hostil.
La gran paradoja, sin embargo, es que ciudades como Agadez, punto de partida de lo que los migrantes subsaharianos llaman “el camino del infierno”, viven gracias al flujo migratorio y que los citados cambios están afectando a su propia existencia sin que los fondos europeos destinados a ofrecer una alternativa al “negocio” de la migración hayan surtido efecto. Y es que más del 80% de la población de Agadez vivía directa o indirectamente de la economía de la migración. Conductores, hosteleros o vendedores ambulantes que, de pronto, se han quedado sin “clientes”. En Agadez argumentan que no puede prohibirse la circulación de personas sin haber creado antes una economía capaz de generar empleos que eviten la necesidad de implicarse en el tráfico migratorio ilegal. Y piden que en vez de priorizar la instalación de bases militares para detener la migración, se garantice que Níger pueda vender a un precio justo sus recursos naturales como el petróleo o uranio.
Para la UE, sin embargo, su presencia en la zona solo puede verse como algo positivo que este año ha logrado reducir la afluencia de inmigrantes a través de la ruta del Mediterráneo central en un 80 %. Y no se trata solo de controlar los flujos de la inmigración, sino de garantizar también la seguridad europea. Porque zonas como El Sahel, un cinturón de 5.400 kilómetros que abarca a 11 de los países más pobres e inestables del planeta, son hogar de yihadistas y de redes de tráfico de personas. En la actualidad, la UE cuenta con tres misiones en la zona y una de ellas se centra en concreto en la región nigerina de Agadez, donde sus habitantes tendrán que aprender a vivir con otros recursos para hacer frente a la crisis económica que el control de la migración ha provocado. O instalarse en los nuevos lugares de paso de los migrantes que, por desgracia, van a seguir jugándose la vida por un mundo mejor.