Su nombre hace referencia a Odiseo, héroe de la mitología griega que fue conocido como “Ulises” en el mundo romano, quien, según narran la Ilíada y la Odisea, se vio obligado a navegar durante diez años tras participar en la Guerra de Troya enfrentándose a enormes retos y dificultades antes de poder regresar a casa. El término fue acuñado y popularizado en la década de los 90 por el psiquiatra Joseba Achotegui, responsable en la actualidad del programa de apoyo “Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a Inmigrantes y Refugiados” o “SAPPIR” y es un grave desorden de estrés crónico y múltiple, un profundo malestar emocional y físico que sufren millones de personas en el mundo.
Aunque todavía haya quien se empeñe en mirar a los emigrantes con desconfianza y desconocimiento, la mayoría sabemos que nadie abandona su país, su idioma, su cultura y su forma de vida por “capricho”. Antes de salir en busca de una nueva vida lejos de casa, los que llegan han pasado años intentando encontrar una solución que les permitiera seguir habitando en la tierra que les vio nacer, cerca de su familia y sus vecinos, hablando su idioma y practicando su religión. No la encontraron. Emprender un incierto viaje se convierte así en la última oportunidad para salir adelante sin dejar que la sensación de fracaso e incertidumbre les venza. Y como Ulises, tienen que enfrentarse a numerosos peligros y adversidades, sin garantía alguna de que la “aventura” a la que se han visto abocados les termine compensando de algún modo.
A lo largo de la historia muchos países han visto irse a una parte de los suyos – con independencia de que el exilio sea por motivos económicos, políticos o bélicos -, y antes era más fácil que pudieran verlos regresar años después orgullosos del resultado del viaje. Sin embargo, en nuestro globalizado mundo de hoy, cada vez hay más emigrantes que, a pesar de todos los esfuerzos, no logran la estabilidad económica y social necesaria para vivir con tranquilidad. Y, en todo caso, quienes lo logran han atravesado antes por un desierto vital lleno de miedos y obstáculos que les han cambiado para siempre. Emigrar jamás ha sido un proceso fácil pero, además, la migración de hoy no guarda parecido alguno con aquella de nuestros antepasados.
La sensación de aislamiento sociocultural está considerada como un factor clave en la aparición del síndrome. En este sentido son relevantes los prejuicios y la discriminación por motivos étnicos y culturales a los que las personas inmigrantes de muchos países se ven sometidas cada día. En nuestro país, de acuerdo con un estudio sociodemográfico de los inmigrantes con Síndrome de Ulises realizado por el SAPPIR, estos son en su mayoría latinoamericanos y subsaharianos que llevan aquí de 2 a 5 años y con edades comprendidas entre los 30 y los 45 años, que tratan de mantener a la familia que dejaron atrás, en muchos casos a sus propios hijos. Un terrible mal que ya afecta, solo en España, a unas 800.000 personas y que sigue aumentando en todo el mundo.
Los síntomas presentes en las personas que lo padecen varían en función del caso particular, pero pueden ser clasificados en cuatro categorías de alteraciones: la ansiedad, la depresión, la disociación y los síntomas físicos de origen psicógeno como dolores de cabeza y fatiga. Por otra parte, Achotegui advierte que los síntomas específicos están claramente influidos por la cultura: por ejemplo, la culpa es más habitual en occidentales que en asiáticos, mientras que estos últimos suelen presentar síntomas de tipo sexual y los magrebíes, molestias en el tórax. Otros problemas que aparecen con frecuencia en las personas aquejadas con el síndrome son la baja autoestima, el descenso del rendimiento a nivel general, el consumo excesivo de sustancias como el tabaco y el alcohol o dolores gastrointestinales, óseos y musculares.
La ansiedad se manifiesta como preocupación recurrente y excesiva, así como por una marcada tendencia a la irritabilidad. En los casos en que el proceso de migración ha sido llevado a cabo de forma ilegal, el miedo al internamiento o la deportación constituye un factos de estrés adicional que favorece un estado de malestar emocional crónico. Igual que lo es, asimismo, la frustración de las expectativas personales y económicas de la persona.