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Treinta años después, los archivos secretos de la Stasi siguen curando la paranoia

La caída del Muro de Berlín y la reunificación del país, hicieron que el miedo y la paranoia desaparecieran por fin de las vidas de quienes habían tenido que pasar décadas bajo el yugo del régimen comunista que más espiaba a sus propios ciudadanos. A través de la Stasi, las autoridades sometían a un obsesivo escrutinio la vida de cualquier habitante de la extinta RDA que pudiera ser sospechoso de no comulgar al 100% con lo que dictaba el régimen que les mantenía separados de la otra mitad del país.

Tener ideas propias no era bueno ni siquiera a nivel artístico, como reflejó el galardonado filme ‘La vida de los otros’, que además incluía en la ecuación a aquellos que, a su vez, se ganaban la vida con un empleo que suponía escuchar y ver todo lo que hacían los sujetos que la Stasi había colocado en su punto de mira.

La Stasi o Ministerium für Staatssicherheit de la República Democrática Alemana (RDA) se fundó en febrero de 1950 y durante casi cuatro décadas espió y sembró el terror en la vida de los alemanes orientales. Gracias a sus archivos, se supo que también actuó en la República Federal Alemana (RFA) espiando, por ejemplo, al 80% de los agentes de su “hermana” al otro lado del muro. En realidad, hasta que fue desmantelada tras la reunificación, la Stasi no solo funcionó como eficaz servicio secreto, sino que se convirtió en una de las mayores maquinarias para controlar a la población que jamás haya existido. Muy por delante de la KGB, a la que ganaba en eficacia a la hora de recabar datos y, sobre todo, de someter a los ciudadanos a una existencia dominada por la paranoia más absoluta. Una paranoia, además, completamente justificada. La Stasi no escatimó en medios para que cualquier sospechoso estuviera vigilado las 24 horas del día durante meses, incluso años.

Cada agente tenía asignados setenta individuos a los que vigilar, pero los espías más eficaces eran sin embargo los que no vivían de ello: doscientos mil ciudadanos anónimos que colaboraban con los servicios secretos para ganarse un sobresueldo, por miedo o, también, por auténtico convencimiento en las bondades del sistema. Ciudadanos que pasaban sus informes – un parte completo sobre el sujeto en cuestión, normalmente un amigo, un vecino o incluso un familiar – a través de cartas o en persona, en las oficinas de su distrito. Cualquiera podía estar espiándote. Una tortura psicológica que afectó a la población de tal manera, que en Alemania hay organizaciones que aún prestan ayuda psicológica a quienes no han logrado superar los traumas de aquella época. Porque miles de alemanes orientales fueron víctimas de la denominada “descomposición psicológica”, la técnica “favorita” de la Stasi para volver loco a todo aquel que pudiera representar una amenaza potencial contra el partido. El método recuerda al famoso filme “Luz de gas”: se descolocaban los enseres de la casa, aparecían muebles idénticos pero con distinta tapicería, los alimentos estaban en distintas estanterías de la cocina o, simplemente, desaparecían.

Por eso, cuando en 1992 la Stasi pasó a formar parte de la oscura historia de una parte de Europa, fueron muchos quienes solicitaron ver las actas personales de la temida policía secreta. Solo durante aquel año, más de medio millón de personas solicitó acceder a los ficheros para averiguar qué sabía el régimen de sus vidas privadas y, en muchos casos, quién fue la persona que les delató o el funcionario encargado de vigilarlos. Hasta la caída del Muro, en noviembre de 1989, la Stasi había llenado sus archivos con información sobre seis millones de personas y desde que se hicieron públicas, más de 3,2 millones de alemanes las han consultado. Para la elaboración de las citadas fichas, la policía política de la RDA llegó a contar con 90.000 funcionarios y 200.000 “trabajadores no oficiales”, los ciudadanos a los que nos referíamos antes. Ellos son, en todo caso, la otra cara de la moneda. El motivo de que hasta ahora muchos alemanes hubieran preferido no consultar los archivos, pasar página. ¿A qué familia le gustaría saber hoy que uno de sus miembros fue el que delató a otro de ellos? Pero el tiempo pasa y a medida que desaparece aquella generación, sus descendientes se atreven ahora a pedir finalmente el acceso a los archivos de la Stasi.

De modo que treinta años después, las actas de la Stasi siguen siendo consultadas. De acuerdo con los datos ofrecidos por el departamento encargado de custodiar tan sensible material, entre enero y noviembre de este año 42.700 ciudadanos solicitaron acceder a la documentación recabada sobre ellos y en 2017 hubo 49.000 solicitudes. Y a pesar del tiempo transcurrido, aún aparecen “sorpresas”. La última la publicaba en primicia el diario alemán ‘Bild’ la pasada semana. Se trata del carné de la Stasi del mandatario ruso Vladimir Putin expedido el 31 de diciembre de 1985 y renovado de forma regular hasta finales de 1989. Durante esa época, Putin se encontraba destinado en la ciudad de Dresde, al este de Alemania, como oficial de la KGB, aunque hasta ahora se desconocía que formara también parte de los servicios secretos de la RDA.

La publicación de un hasta ahora inédito carné con la firma y la fotografía de Vladimir Putin no supone, sin embargo, sacar a la luz informaciones nuevas de relevancia. Que un espía de la KGB lo fuera asimismo de la Stasi es, simplemente, una curiosidad; no un descubrimiento. En aquellos años, todos los países del telón de acero funcionaban en realidad “teledirigidos” por la Unión Soviética y los tanques rusos estaban presentes en las ciudades de todos aquellos países. Aunque llegara un momento en el que, inesperadamente, iban a dejar de intervenir. Fue lo que ocurrió cuando Putin vivía en Dresde como espía de la KGB. La mayoría de los historiadores expertos en la personalidad del mandatario ruso están convencidos de que aquel fue uno de los momentos de más incertidumbre en su vida. En otoño de 1989, la tranquila ciudad de Dresde empezó a cambiar ante la estupefacción del entonces joven espía de la KGB. A principios de octubre, a cientos de ciudadanos alemanes orientales que habían solicitado asilo político en la embajada de la República Federal de Alemania en Praga se les permitió viajar a la RFA en trenes que tenían que atravesar Dresde. Los vagones estaban sellados, pero eso no impidió que, a su paso, un numeroso grupo de vecinos de Dresde intentara romper el cordón de seguridad para subirse a ellos y escapar.

Putin solo esperaba la orden de Moscú para que los tanques sofocaran el caos reinante en la ciudad, pero las cosas habían cambiado. El Kremlin de Mijaíl Gorbachov jamás dio la orden que esperaba, así que los temidos tanques del Ejército Rojo nunca salieron a la calle. Nadie protegió a los agentes de la KGB. El propio Putin confesaba muchos años después que los espías de la KGB, entre ellos él mismo, tuvieron que limitarse a quemar cualquier evidencia de su trabajo: “Quemamos tantas cosas que el horno explotó”.

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