Hacía tiempo que los aplausos no sonaban con tanta tibieza una noche de estreno en el Teatro Real. El público madrileño, con visibles deserciones, se enfrentaba anoche a la ópera más compleja y radical del siglo XX, una pieza de teatro total en la que el destino de los personajes está marcado por una maligna fatalidad aplicable a cualquier época convulsa y de opresión del ser humano. De hecho, Zimmermann la escribió después de la Segunda Guerra Mundial, de la que regresó con una grave intoxicación de plomo que marcaría su salud física y con la mente tan dañada que, tras diversos periodos de grave depresión, acabó suicidándose a los 52 años.
Su única ópera – obre las tablas del Real hasta el 3 de junio-, considerada durante años imposible de representar, ha llegado al coliseo madrileño en un momento marcado, primero, por el movimiento #MeToo que, con epicentro en Hollywood, ha acabado extendiéndose a todo el mundo y todos los mundos y, segundo, aquí en España, por la sentencia en el caso bautizado con el espeluznante nombre de La Manada. En un momento, por tanto, de especial sensibilización a la hora de enfrentarnos a una obra que muestra con la única brutalidad posible lo que es un acto brutal, tantas veces utilizado como arma de guerra: la violación.
‘Die Soldaten’, una de esas obras que remueven al público en sus asientos, hace un descarnado retrato de la experiencia vital de ‘Marie’, la joven que tan poco tiempo tendrá para soñar antes de ver rotos todos sus sueños y en cuya piel se mete con rotundidad la soprano danesa Susanne Elmark. A modo de telón, el rostro de la niña que una vez fue recibía anoche al público, grandes ojos azules en los que aún no se refleja la suerte maldita que está esperando detrás de la esquina, esa esquina a la que, antes o después, llega una niña con los oídos demasiado tiernos aún, sin defensas para distinguir las palabras de amor de aquellas otras que brotan solo de pasiones tan oscuras como descontroladas. En la obra, ni siquiera el padre de la protagonista, interpretado por Pavel Daniluk, acierta a la hora de evitar la particular bajada a los infiernos de su hija adolescente: prefiere ver a su hija intentando casarse con un noble que siendo la novia de un trapero.
Sin paños calientes ni pomadas anestésicas, la obra de Zimmermann brinda a Calixto Bietio la oportunidad, no del todo aprovechada, de golpear en lo más profundo de la conciencia a través de una versión que bebe de la denuncia del compositor alemán, quien se manifestó durante toda su vida contra las atrocidades de un mundo moderno violento y sin concesiones. Una denuncia tan vigente que, consideraciones artísticas aparte, produce escalofríos. Un drama, en definitiva, que porta en su interior la miseria y degradación moral de la humanidad. Su peor cara, vista desde esos ojos azules que ya no podrán volver a mirar al mundo de la misma manera.
En ‘Die Soldaten’ tampoco hay arrepentimiento, desaparece cualquier atisbo de redención. Solo el personaje de ‘Stolzius’, interpretado por Leigh Melrose, se decide a hacer algo que podría confundirse con justicia, pero que es únicamente venganza, cuando envenena a ‘Desportes’ (Uwe Sticert), el hombre a quien culpa de arrebatarle a su cándida ‘Marie’, avocándola, después de usarla, al precipicio de la prostitución.
Mercancía dañada que la condesa de ‘Roche’ (Noëmi Nadelmann) acabará por convertir en jirones irrecuperables, para salvar a su precioso hijo, el joven conde al que da vida Antonio Lozano, de mancharse al lado de la mujer a quien desprecia, sin conocerla, por lo que ha oído a otros decir de ella.
El músico alemán insiste, por tanto, en la mediocridad moral e intelectual de nuestra especie, con cierta independencia del género – son tres mujeres quienes sujetan a Marie mientras es violada -, y afirma sin esperanza que son nuestras malas decisiones las que nos asoman al desastre con un solo final posible: el autoexterminio. Por desgracia, con la Historia de su parte. Porque el libreto de Die Soldaten, escrito por el mismo Zimmermann, está basado, a su vez, en la obra homónima de 1776 de Jakob Michael Reinhold Lenz. Ya ha llovido desde entonces, siempre sobre mojado.
Para esta producción, que Bieito estrenó en la Ópera de Zúrich en 2013, se ha contado con 120 músicos vestidos con uniforme militar situados sobre el escenario, una banda de jazz y una quincena de percusionistas. Cerrado el foso, la superficie sobre el mismo y los pasillos de la enorme estructura de amarillos andamios superpuestos son el espacio que los miembros de la Orquesta Titular del Teatro Real, a las órdenes de la batuta de Pablo Heras-Casado – el único, junto a Elmark, que escuchó aplausos más apasionados – “dejan” a los personajes para que muestren su maldad en las distintas escenas que se desarrollan de forma simultánea. Diferentes personajes, distintas situaciones, pero que ocurren en un mismo momento. Una declaración de guerra del compositor contra las tres unidades del teatro clásico: lugar, acción y tiempo, demostración de la apuesta por lo que él mismo denominó “concepción esférica del tiempo”. Todo lo que sucedió en el pasado y todo lo que acontecerá en el futuro existen de una manera simultánea.
Teniendo en cuenta todo lo anterior es comprensible que, incluso hoy en día, la representación escénica de esta ciclópea obra sea muy exigente para cualquier compañía de ópera.
Hay 16 papeles cantados, 10 hablados y requiere una orquesta de más de cien elementos con la implicación de instrumentos inusuales y piezas de percusión. Su acción abierta, la gran cantidad de escenas a veces superponiéndose de forma simultánea, su estructura audiovisual y efectos de sonido – 3 pantallas de cine, 3 proyectores y grupos de altavoces en escena y en el auditorio -, hacen que esta ópera, aparte de su lenguaje dodecafónico y la dureza de su trama, resulte extremadamente complicada de escenificar. Y también de ver, de ahí las butacas vacías que salpicaban el patio, los palcos desiertos y los aplausos a medio gas de quienes se habían quedado anoche hasta el final.