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Sucesos

Los huesos de Villa Giorgina tampoco aclaran el misterio de Emanuela Orlandi

Todos los países tienen en su historia misteriosas desapariciones de jóvenes que un día salieron de casa y jamás volvieron. En Italia, los huesos hallados en la nunciatura de la Santa Sede en Roma llevaron a pensar, en un primer momento, que las misteriosas desapariciones de Emanuela Orlandi y Mirella Gregori en 1983 podrían al fin esclarecerse, pero los análisis realizados muestran que los restos son anteriores al año en que se produjeron los hechos.

El hallazgo de restos óseos en Villa Giorgina, sede de la embajada vaticana en Italia, hizo que el pasado 30 de octubre los medios volvieran a dedicar páginas a uno de los grandes casos de crónica negra del país transalpino desde hace casi cuatro décadas. Emanuela Orlandi tenía 15 años cuando la tarde del 22 de junio de 1983 salió de su clase de música en el conservatorio “Tomasso Ludovico da Vittoria” de la céntrica plaza romana de San Apolinar y nadie volvió a verla. Desapareció sin rastro alguno, igual que días antes, el 7 de mayo, lo había hecho otra adolescente romana, Mirella Gregori, de 16 años. Contó su madre que ambas estaban en casa – a escasos 100 metros de la nunciatura – cuando Mirella contestó al telefonillo y dijo que bajaba a la calle un momento para hablar con un compañero de clase. No volvió a subir.

Emanuela y Mirella no se conocían. Sus familias tampoco. El padre de Emanuella trabajaba en la Prefectura de la Casa Pontificia, la secretaría particular del Papa, mientras que el de Mirella regentaba un bar propiedad de la familia en el centro de Roma. Su “relación” empezó después de que desaparecieran; sobre todo, porque ambas familias recibieron llamadas extrañas que apuntaban a unos mismos responsables de las desapariciones. Pero, ¿de quiénes se trataba? Las diferentes líneas de investigación con las que tuvo que trabajar la policía desde el principio se vieron alimentadas por toda clase de hipótesis, quizás también utilizadas para desdibujar un rastro que casi 40 años después sigue tan frío como entonces.

A pesar de tratarse de dos desapariciones ocurridas en la misma ciudad y con poco más de un mes de diferencia, la de Emanuela Orlandi siempre fue la que más atención mediática recibió. Lo cierto es que el trabajo de su padre y el hecho de que Juan Pablo II hiciera referencia a ella tras el Ángelus del 3 de julio pidiendo su “liberación”, colocaron el suceso en el foco de la prensa internacional. Además, dos días después, en la sala de prensa de El Vaticano se recibió la llamada de un hombre con marcado acento anglosajón – se le puso entonces el apodo de “el americano” – que exigía la liberación de Ali Agca, el terrorista turco perteneciente a “Los lobos grises” que disparó contra Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981, a cambio de Emanuela.

No fue la única llamada. Tanto en casa de los Orlandi como de los Gregori se recibieron llamadas, supuestamente en nombre del citado grupo terrorista, que reivindicaban los secuestros y prometían devolver a Emanuela si se atendía su petición. Para Mirella era demasiado tarde. Los presuntos secuestradores incluso explicaron que se llevaron a Mirella para iniciar un diálogo “secreto” con el Vaticano y que ante la falta de respuesta, mataron a Mirella y secuestraron a Emanuela para que la negociación tuviera repercusión pública. Sin embargo, a pesar de que “el americano” ofreció supuestas pruebas de que la joven estaba en su poder, los investigadores no las consideraron suficientes para seguir adelante con la negociación. Finalmente, se consideró que estas llamadas eran en realidad una pista falsa que servía para desviar la atención de otra pista, la de la implicación de ciudadanos búlgaros en el atentado contra Juan Pablo II.

Sin salir del entorno vaticano y del atentado contra el Papa, otra hipótesis apuntaba a que fracasado el intento de magnicidio, se habría utilizado la “suerte” de las chicas para condicionar mediante coacciones la política de Juan Pablo II. El ex magistrado Ilario Martella, encargado en su día de la instrucción del caso Orlandi, siempre ha sido uno de los más convencidos por esta hipótesis: la muerte de las niñas fue fruto de un chantaje al Papa por parte de los servicios secretos del antiguo bloque soviético, en concreto de los búlgaros y de la Stasi.

No falta tampoco la teoría de que ambas fueran víctimas de una red pedófila detrás de la cual se encontrarían altos jerarcas de la Iglesia. El exorcista del Vaticano Gabriel Amorth parecía convencido de ello y no tuvo problemas en manifestarlo públicamente en entrevistas e incluso hablar del caso en un libro de memorias que publicó en 2012. Para Amorth, fallecido en 2016 a los 91 años, Emanuela fue víctima de una red de “explotación sexual vinculada a orgías que incluían a la policía del Vaticano y a diplomáticos extranjeros”.

Pero hablando de Italia, no pude faltar una teoría que involucre de manera directa a algún miembro de una organización mafiosa. En este caso, a Enrico de Pedis, alias Renatino, sanguinario capo de la “Banda de la Magliana”, una organización criminal con sede Roma, que fue asesinado a tiros en febrero de 1990 en un ajuste de cuentas y enterado en la basílica de San Apolinar, el templo que comparte edificio con el conservatorio donde se vio por última vez a Emanuela. En 2005, una llamada al programa televisivo “¿Chi l’ha visto?”, equivalente a nuestro “¿Quién sabe dónde?” afirmaba que el cadáver de Emanuela estaba escondido en la tumba del mafioso.

Según esta hipótesis, Emanuela fue secuestrada por la “Banda de la Magliana” para exigir al Vaticano que restituyera el dinero que perdieron con la quiebra del Banco Ambrosiano, en el que la banda invirtió a través del IOR (Instituto para las Obras Religiosas), el banco de la Santa Sede. Sin embargo, en junio de 2008, Sabrina Minardi, la amante de Renatino, declaró que, aunque el mafioso fue el autor material del secuestro – ella misma se encargó de llevar a la joven al coche donde esperaba Renatino -, el autor intelectual del mismo fue el arzobispo estadounidense Paul C. Marcinkus, director del Banco Vaticano. El motivo: silenciar al padre de Emanuela, que tuvo acceso a documentos comprometedores relacionados con la bancarrota del Banco Ambrosiano, institución acusada de lavar dinero de la mafia y de la logia masónica P2.

Presidido por Roberto Calvi, la escandalosa quiebra del Banco Ambrosiano dejó al descubierto un oscuro entramado financiero en el que estaba envuelta la banca del Papa y había que intentar salvar los muebles. Calvi consiguió escapar a Londres, donde, sin embargo, apareció pocos días después colgado de un andamio debajo del puente Blackfriars con cinco kilos de piedras en los bolsillos. Marcinkus tuvo más suerte, pero las autoridades italianas llevaban tiempo intentando arrestarlo por su conexión con los citados delitos financieros. El arzobispo norteamericano logró, no obstante, que la Santa Sede esgrimiera su inmunidad diplomática para protegerle y le autorizó a regresar a su diócesis de Phoenix, en Arizona, donde falleció en 2006 cumplidos los noventa años.

Cuando finalmente en 2012, por orden de la Fiscalía que investiga la desaparición de la adolescente, se abrió la tumba del mafioso, no se encontró ninguna pista de Emanuela; mucho menos su cadáver, como especulaban algunos.

La hipótesis más reciente sobre el misterio de Emanuela la ofrecía el pasado año el periodista Emiliano Fittipaldi – acusado y absuelto en el caso Vatileaks II, la masiva filtración de documentos reservados de la Santa Sede – con la publicación de un documento inédito que sugería que la joven había sido escondida durante años en un convento en Inglaterra. El documento reflejaba la contabilidad de los gastos asumidos por el Vaticano para mantener a la joven lejos de Roma al menos hasta 2007. El portavoz vaticano se apresuró a calificar las insinuaciones de ridículas, aunque no fuera la primera vez que se especulaba con la posibilidad de que Emanuela hubiese sido trasladada fuera de Italia tras su desaparición. Otra pista que no condujo a ninguna parte.

Como tampoco lo han hecho, de momento, los huesos hallados en Villa Giorgina. Está comprobado que no corresponden a la época en que desaparecieron las chicas, sino a la década de los 60, pero unos huesos escondidos siempre conducen a algo, especialmente en estos tiempos de avances científicos sin precedentes. Y lo que estos huesos dicen es que podrían ser los de la esposa de un vigilante de la nunciatura, desaparecida misteriosamente a principios de los 60. Una historia que todavía se recuerda y sobre la que también hubo, en su día, ciertas especulaciones. El vigilante y su esposa vivían en las dependencias de villa Giorgina, donde el matrimonio no tenía precisamente fama de llevarse bien. Solían escucharse continuas discusiones y peleas, hasta que un día la mujer desapareció. El marido explicó a todos que su esposa lo había abandonado y a nadie pareció extrañarle que se marchara. Sí que nadie volviera jamás a verla, pero aquellos eran otros tiempos.

Ahora, todo parece indicar que el esqueleto sea el de su mujer y la policía científica está trabajando para resolver este otro misterio al que, sin embargo, nadie había hecho mucho caso. Y puede que incluso lleve más lejos. El ex magistrado Ilario Martella se pregunta ahora, tantos años después de la desaparición de las chicas en 1983, si ese mismo vigilante pudo tener algo que ver también en ello. Ya jubilado, Martella sugiere a quienes se encargan ahora del caso que investiguen a los encargados del edificio donde han sido hallados los restos. El fiscal jefe de Roma, Giuseppe Pignatone, parece estar de acuerdo y centra sus sospechas sobre el citado vigilante de la nunciatura – al que todos se referían como un “tipo peculiar” -, que seguía trabajando allí en la época de la desaparición de Mirella y Emanuela. Sería un final sorprendentemente “sencillo” para un caso sobre el que se han dado tantas y tan enrevesadas vueltas.

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