Cigarrillo en mano, Arendt empieza la resucitada entrevista «protestando». Al contrario de lo que acaba de afirmar su entrevistador, el periodista Günter Gaus, ella asegura que no pertenece al círculo de los filósofos sino que su profesión es la teoría política. Es cierto, Hannah nunca se sintió filósofa a pesar de haber estudiado Filosofía.
Ahora, por increíble que parezca, su particular pensamiento, franco y directo, ha conquistado, más de veinte años después de su muerte, a un público digital al que en ocasiones se le acusa de no querer pensar demasiado. Por eso llama tanto la atención que el vídeo de la entrevista, olvidado desde su emisión en la televisión alemana el 28 de octubre de 1964, supere ya en Youtube el millón de visualizaciones.
No solo en Alemania, donde empezó el fenómeno: sus diferentes versiones subtituladas en varios idiomas, como el inglés o el español, también están sumando nuevos seguidores que ponen la vista atrás, en un pasado que, quizás, estemos repitiendo e incluso empeorando.
Antes de la entrevista que ahora amenaza con convertirse en viral, Arendt ya había tenido ocasión de causar revuelo en la opinión pública de su tiempo. Ocurrió a raíz de su trabajo en ‘The New Yorker’, periódico para el que cubrió el juicio contra el jerarca nazi Otto Adolf Eichmann en 1961. Después de asistir durante tres semanas, de abril a mayo, al proceso judicial en Jerusalén, Arendt regresó a América, donde llevaba exiliada desde 1942, y redactó sus conclusiones en un tratado que tituló ‘Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal’.
Sus artículos, publicados en 1962, escandalizaron a buena parte de los lectores. Era de esperar. La pensadora judía intentó, para sorpresa de todos, explicar el mal como fruto de unas circunstancias y una época concreta. Por si fuera poco, acusó además a los presidentes de los Consejos judíos de colaborar de hecho con los nazis. Mantenía Hannah Arendt que la cifra de judíos muertos en Europa durante la primera mitad del siglo XX hubiese sido muy inferior si los encargados de estos Consejos no hubiesen entregado a los líderes nazis, para salvar su pellejo, las listas de sus congregaciones.
Estas acusaciones de «colaboración» en la masacre se sumaron al cuestionamiento que añadió Arendt de la legalidad jurídica de Israel para sentar en el banquillo a Eichmann. Pero lo que más ampollas levantó fue la descripción que Hannah hizo de Eichmann, oficial de las SS encargado de los transportes en masa de los judíos a los campos de exterminio, como un hombre normal, un funcionario que declaraba cumplir con su deber y se enorgullecía de sus convicciones religiosas cristianas.
Insinuó Arendt que el jefe nazi, a quién el fiscal de Jerusalén había retratado como un monstruo, era un hombre como tantos, un producto de su tiempo. En definitiva, del régimen que le tocó vivir.
Nadie esperaba algo así de una judía. Sin embargo, ella defendió su postura de analizar el juicio deshaciéndose de sus prejuicios, desde una posición racional, no emocional, y terminó por instaurar un concepto, el de la banalización del mal, que fue discutido, defendido y rechazado, en infinidad de ocasiones. Ahora, también el vídeo sobre el documental titulado ‘Hannah Arendt y la banalización del mal’ lleva días sumando visualizaciones en Youtube.
El hecho de definir a individuos que hacen el mal, que cometen crímenes, como personas normales, o, explicado de otra forma, de intentar entender como alguien «normal» llega a cometer hechos brutales, fue un movimiento que muchos, sin embargo, vieron erróneamente ejemplificado en las palabras de Arendt. En realidad, Arendt conocía a la perfección el frontal antisemitismo de Eichmann y su voluntad de hacer el mal. Lo que ella intentaba explicar con su «banalización del mal» era el abandono a una corriente y el rechazo a las decisiones personales. En definitiva, la renuncia al juicio propio.
En la entrevista, Hannah advierte también de los peligros del consumismo, afirmando que el ciclo de trabajo y consumo arroja al hombre contra sí mismo, «porque esas dos actividades ocupan en su vida todo el espacio que debería ocupar lo auténticamente relevante». Lo cierto es que su cruda franqueza cuando habla –el vídeo tiene una duración de más de una hora- se adapta al tipo de comunicación que requieren las redes y, por otra parte, su palpable falta de corrección política resulta por completo vigente.
Aunque para los internautas alemanes, puede que lo más valioso de su pensamiento sea el testimonio en primera persona de unos años de los que sus padres y sus abuelos han preferido no hablar demasiado. «Nunca me habían interesado la historia ni la política, pero en 1933 no era posible ya esa indiferencia. El 27 de febrero de 1933, el incendio del Reichstag y todas aquellas detenciones ilegales aquella misma noche, la llamada ‘detención preventiva’, llevándose a la gente a los sótanos de la Gestapo… lo que se desencadenó aquella noche fue monstruoso y a menudo queda ensombrecido por lo que vino después. Pero para mí supuso una conmoción inmediata y desde ese momento sentí una responsabilidad, pensé por primera vez que no podía quedarme al margen», relata Hannah a la hora de explicar su toma de conciencia política.
Las palabras de la pensadora llaman asimismo la atención a la hora de rememorar sus experiencias más tempranas acusando al antisemitismo de envenenar el alma de muchos niños. «La diferencia, en mi caso», relata Arendt, «es que mi madre era partidaria de no humillarse, de defenderse». Y explica que cuando eran los profesores quienes humillaban a otras niñas, especialmente judías del este, «yo tenía instrucciones de levantarme inmediatamente, abandonar el aula y marcharme a casa». Allí se lo contaba a su madre, quien se encargaba de escribir la correspondiente carta de protesta. Sin embargo, si los insultos o comentarios procedían de otros alumnos, a Hannah no le estaba permitido quejarse: «Tenía que defenderme yo sola».
Denuncia, por otra parte, que «la uniformización» comenzó como algo voluntario y no como consecuencia del terror. Y no teme acusar de forma directa a los intelectuales de su época: «(…) esa uniformización se extendió mucho antes entre los intelectuales que entre personas de otros medios. Y eso nunca he podido olvidarlo. Abandoné Alemania pensando que nunca más me metería en cosas intelectuales, nunca más quería estar entre semejante gente. No lo sigo pensando con la misma intensidad, pero si tenemos en cuenta que pertenece a lo intelectual el forjar ideas sobre el otro, el hecho de que los intelectuales se uniformasen y forjasen esa idea sobre Hitler resulta, sencillamente, grotesco. Los intelectuales alemanes cayeron en la trampa de sus propias ideas».
La pensadora alemana tenía 23 años cuando huyó de Alemania. Había sido arrestada y pasó ocho días en prisión, tras lo cual abandonó el país de forma ilegal y no regresó hasta 1949. Exiliada en Francia, donde se volcó en ayudar a los refugiados alemanes, sus palabras cobran ahora una importancia impensable en 1964 y arrojan una luz inesperada sobre la actual polémica a causa de los refugiados que llegan a Alemania.
A comienzos de 1940, las autoridades francesas llamaron a la mayoría de los extranjeros de origen alemán para ser deportados. Arendt fue trasladada al campo de internamiento de Gurs, considerada como «enemiga extranjera». En la entrevista con Gaus cuenta el “episodio” haciendo gala de su gran y exquisito sarcasmo: «las personas eran ingresadas por sus amigos en ‘campos de internamiento’ y por sus enemigos en ‘campos de concentración'». Pasó allí cinco semanas, hasta que logró huir aprovechando que la vigilancia francesa disminuyó temporalmente debido a la toma de París por la Wehrmacht.
Ya vivía en Nueva York, cuando le llegaron las primeras noticias que hablaban del infierno de Auschwitz. «Fue en 1943», explica con su voz grave y tono desafectado, «No nos lo creímos… Sabíamos que esa tropa era capaz de lo peor, pero mi marido repetía que tan lejos no podían llegar. Medio año después sí que lo creímos porque vimos pruebas. Y fue como si el abismo se abriese. Todo lo demás podía asimilarse. Eso no».