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20 años después, los muros en Belfast siguen igual de altos

Empezaron a construirse a partir de finales de los 60 y los llaman los muros de la paz (peace lines), porque, por aquel entonces, para la mayoría de los vecinos de los barrios obreros del oeste y norte de Belfast servían para protegerse. De hecho, algunos fueron construidos por los propios habitantes de la zona.

Tanto católicos como protestantes. Así que a diferencia de otros muros que hubo o aún hay en el mundo, los más de cincuenta que todavía quedan en Belfast cuentan con el apoyo mayoritario de la población, de católicos y de protestantes, de unionistas y de republicanos. Siguen proporcionando una sensación de seguridad en la castigada sociedad norirlandesa, donde hay gente que no ha dejado de creer que el vecino del otro lado del muro solo quiere hacerle daño.

Ahora, estos muros decorados con coloridos murales reivindicativos de según qué temática dependiendo de qué lado lo estés mirando, además de ser un recordatorio constante de las heridas del pasado, se han convertido en una inesperada atracción turística que atrae cada año a más curiosos. Sin embargo, también hay norirlandeses, probablemente los que no han vivido nunca en estos barrios – los más conflictivos durante los llamados “Troubles” – que los ven como una muestra más de que católicos y protestantes siguen manteniendo una separación física que se ve reflejada en la enseñanza, la sanidad o los servicios sociales. Una prueba de que la xenofobia sigue a la orden del día contra las familias mixtas y aunque la clave para eliminarlo podría estar en las escuelas integradas, con niños católicos y protestantes compartiendo el mismo aula, esto no sucede en más del 90% de los centros educativos de Irlanda del Norte.

Los muros de Belfast se extienden a lo largo de 20 kilómetros y algunos tienen una altura de más de siete metros. Son de piedra y metal, coronados de alambre de espino, y sirven – por mucho que se diga lo contrario -, como siempre han hecho los muros, para separar. A los protestantes y a los católicos, que viven sin los sobresaltos de las bombas desde hace poco más de dos décadas. Desde que en abril de 1998 se firmara el llamado Acuerdo de Viernes Santo para poner fin al terrorismo del IRA, que se cobró la vida de más de 3.600 personas, con la formación de un gobierno compartido entre los que defienden que Irlanda del Norte siga siendo parte de Reino Unido y los que, por el contrario, quieren que sea un territorio independiente o se una a la vecina Irlanda.

Pese a la relativa paz y prosperidad de las que han disfrutado los norirlandeses en los últimos años, el sectarismo y las divisiones no han desaparecido, particularmente en barrios obreros empobrecidos como Shankill, que, además de ser foco de violencia, ha sufrido el abandono por parte de las autoridades. En las barriadas más conflictivas la policía no entra, y deja que impere una justicia “propia” a cargo de quienes los controlan. Es una sociedad dividida y sectaria, en la que las comunidades sólo se mezclan en las zonas prósperas de clase media alta como Lisburn y Castlereagh. En las de clase obrera, todo es igual que antes. Los políticos hablan de integración, pero a pie de calle muchos reconocen que siempre han sido enemigos, que aún lo son y lo seguirán siendo. Unos se sienten irlandeses, otros súbditos del imperio británico. Y punto.

En los muros de Belfast también sigue habiendo puertas metálicas, algunas clausuradas para siempre; otras, sin embargo, abiertas sólo durante el día y cerradas en el toque de queda inaudible que suena en muchos barrios de la ciudad en cuanto cae la noche. Y aunque las autoridades hayan tratado de que se derrumben los muros estableciendo un periodo de diez años para que ello, la presencia de estas barreras no solo no ha disminuido sino que el número de estructuras “defensivas” ha aumentado según un reciente estudio de la iniciativa Belfast Interface Project.

En todo caso, la ciudad ha experimentado un verdadero renacer durante las últimas dos décadas, gracias en parte al influjo de dinero de la Unión Europea y de compañías extranjeras que han apostado por Belfast para situar sus centros de operaciones. En ningún lugar es más evidente que en la zona que ocupaban los antiguos astilleros, donde junto a modernos edificios de oficinas y hoteles, desde hace seis años se levanta el Museo del Titanic, emblema del pasado naviero de la ciudad en la que se construyó el transatlántico más famoso de la historia. Allí, como en el centro histórico de Belfast, no hay ni rastro de las barreras que dividen a católicos y protestantes en otras zonas de la capital norirlandesa.

Por otra parte, a muchos expertos en el conflicto de Irlanda del Norte les preocupa el efecto que pueda tener la decisión de Reino Unido de salir de la Unión Europea teniendo en cuenta, además, que los norirlandeses votaron mayoritariamente en contra del Brexit (56%). Este se ha convertido en uno de los puntos más contenciosos en las negociaciones entre Londres y Bruselas, ya que la República de Irlanda se niega a que se levante una frontera dura entre su territorio e Irlanda del Norte. Dublín quiere que las personas y las mercancías puedan seguir transitado libremente como han hecho durante las últimas dos décadas y teme que volver a una frontera de esas características se convierta en la chispa que reavive la violencia.

Una violencia de la que se valen los diversos grupos paramilitares que todavía siguen activos tanto en las zonas unionistas como en las republicanas, aunque en la actualidad hayan abandonado por completo su “objetivo político” y cada día se asemejen más a organizaciones criminales comunes – extorsión, tráfico de drogas o atracos – para seguir manteniendo el control sobre sus propias comunidades. Cada una en su lado del muro.

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