El veterano político francés dejaba la pasada semana la contención políticamente correcta que lleva a gala, para mostrar su indignación contra el gesto del eurodiputado italiano de la Liga Norte Angelo Ciocca, que se quitó el zapato para restregar la suela en los documentos que explicaban el rechazo de la Comisión a los presupuestos de su gobierno. En las imágenes del extravagante episodio ya quedaba patente que, esta vez, Pierre Moscovici no iba a guardarse lo que pensaba acerca de la surrealista acción del político italiano.
Así que poco después y en un lenguaje nada ortodoxo para la “elegante” política de las instituciones europeas, Moscovici traducía en palabras el profundo estupor y desagrado que puede apreciarse en su rostro durante las imágenes del vídeo que Ciocca no tardó en compartir en las redes sociales. En su cuenta de Twitter, el francés escribía lo que de verdad pensaba sobre el europarlamentario de la Liga: “Es un cretino, un provocador y un fascista. Y puedo añadir otros adjetivos”. Seguramente, esos otros “adjetivos” los habrá guardado el comisario europeo para ulteriores batallas con el gobierno “imposible” formado por el populista Movimiento 5 Estrellas y la ultranacionalista Liga Norte que, además de haber presentado un proyecto de presupuestos que la Comisión Europea tacha de inaceptable, sigue elevando el tono xenófobo contra inmigrantes y refugiados.
De ahí que para Moscovici, el joven Angelo Ciocca no sea “solo” un cretino y un provocador, sino también un fascista. Porque para quien viene de una familia que sufrió en sus propias carnes el horror del fascismo, no debe de resultar nada fácil ver cómo cada vez aparecen más partidos con ideas que recuerdan demasiado a aquellos días de rechazo, exilio y exterminio. Hijo de judíos – ambos progenitores fallecieron en 2014 cuando Moscovici acababa de llegar a la Comisión –, el veterano socialista nacido en París en 1957 sabe muy bien lo que significa tener que abandonarlo todo únicamente por el hecho de ser distinto. Entiende de persecución, de empezar de cero lejos de casa, en otro país y en otro idioma.
Su padre, destacado antropólogo y sociólogo, fue expulsado del instituto donde estudiaba en su país natal, Rumanía, por las leyes antisemitas de 1934 y tuvo que escapar de Bucarest justo antes del pogromo de 1941. Después vinieron siete largos años de éxodo hasta que logró llegar a París, donde estudió gracias a una beca para refugiados y se convirtió en el ilustre profesional de Ciencias Sociales que fue en su patria de acogida. La madre de Moscovici, de procedencia polaca, también tuvo su propia travesía hasta llegar a ser una famosa psicoanalista en Francia. Por eso, el comisario quiere estar en primera línea del combate político contra los populismos y los nacionalismos de “personajes” como el italiano Matteo Salvini, el húngaro Viktor Orbán o el polaco Jaroslaw Kaczynski. “Tengo que demostrar a mi hijo”, ha dicho Moscovici en una de las escasísimas declaraciones personales que realiza en público, “que podemos dejarle un mundo mejor”.
Serio y reservado, durante un tiempo se pensó que su carrera política – de 1997 a 2002 fue Ministro de Asuntos Europeos en el gobierno de Lionel Jospin – podía estar encaminada a la presidencia de la República, pero quien le conoce bien asegura que funciona mejor en la retaguardia. Así que para la presidencia de su partido, Moscovici se limitó a apoyar a Dominique Strauss-Kahn, primero, y, más tarde, a François Hollande. Tras la victoria de la izquierda francesa en las presidenciales de 2012, el ya presidente Hollande premió su lealtad nombrándole ministro de Economía y Finanzas, cargo que ocupó hasta noviembre de 2014, cuando llegó a Bruselas como comisario europeo de la cartera de Asuntos Económicos y Financieros, Fiscalidad y Aduanas.
A falta de un año para que concluya su mandato en Bruselas, Moscovici sigue desempeñando el papel menos amable: revisar y autorizar las cuentas de los “socios”. Hasta noviembre de 2019, será quien se siga enfrentando a los presupuestos del gobierno italiano – quién sabe si también a los que presente Pedro Sánchez -, como ya hizo con Grecia y las propuestas de Yanis Varoufakis en uno de los momentos más críticos vividos en la zona Euro. Ahora, con Italia, Moscovici ha vuelto a mostrar su determinación para que los países cumplan las normas presupuestarias de una Unión Europea que incomoda a los partidos nacionalistas e impide a los populistas hacer lo que mejor se les da: comprar votos a costa del dinero de todos.
A Italia ya le ha pedido que elabore un nuevo borrador de los presupuestos para 2019: el presentado incumple las normas y “Roma no ha respondido a sus preocupaciones”. En realidad, nadie esperaba un NO tan contundente, un rechazo de las cuentas sin precedentes en la Unión Europea. Pero, volviendo a hablar de límites, las cuentas que hace Italia incluyen un aumento del déficit hasta el 2,4 % del PIB en 2019, el triple de lo propuesto por el anterior Gobierno italiano y lejos del ajuste estructural que recomendó Bruselas, incumpliendo además las reglas de reducción de la deuda pública, que en Italia supera el 131% del PIB.
En palabras del comisario de Economía: con Italia no estamos ante un caso que “roce los límites” sino “ante una desviación clara, asumida e incluso reivindicada por algunos”. A sus 61 años, recién convertido en padre por primera vez, nadie duda de que a Moscovici no le va a temblar la mano en su enfrentamiento con el ultraderechista Matteo Salvini, que ha prometido expulsar a los gitanos, a 500.000 indocumentados y niega de forma sistemática la entrada en puerto a los barcos con inmigrantes rescatados en altamar. Además, el comisario francés afronta esta batalla sabiendo que otros gobiernos ultras, como los de Hungría y Polonia, esperan una victoria de Salvini que les abra el camino hacia una Europa dudosamente democrática. Muy lejos de esos valores que la Unión Europea lleva décadas intentando convertir en bandera y que ahora ve tambalearse frente a la ya imparable deriva autoritaria, ultranacionalista y demagógica que, en todo caso, no solo se vive en Europa.
Pierre Moscovici declaraba ayer al canal francés Public Sénat, que lo ocurrido en los comicios en Brasil forma parte de una tendencia por la que las democracias liberales “retroceden en todo el mundo” y calificaba a Bolsonaro de “demócrata iliberal”: un mandatario elegido en las urnas, pero que al mismo tiempo forma parte de un tipo de políticos que “una vez que están en el poder, difícilmente lo devuelven”. El agravamiento de las desigualdades que dejó aquella crisis que muchos insisten en considerar superada ha vuelto a dar alas a los políticos visionarios, demagogos, al más puro estilo “mesías”, que conquistan al pueblo para después someterlo. “Hay que arremangarse y atacar las desigualdades que hacen daño al pueblo y lo conducen a apuestas que luego son peligrosas”, advierte en la citada entrevista Moscovici, el jefe de las cuentas, a quien le aguarda un último año intentando, a cara de perro, lo que ya parece imposible: que los gobiernos débiles o populistas se arriesguen a perder el poder “solo” por cumplir las normas presupuestarias que marca la eurozona.