El matrimonio Turpin, aficionado a leer diariamente pasajes de la Biblia, tuvo trece hijos –las pruebas de ADN confirman que todos son biológicos-, celebró dos veces su boda en Las Vegas junto a los niños, llevó a la prole de vacaciones a Disneyland, se mudó de Texas a California y registró el nuevo domicilio familiar como escuela privada con el sugerente nombre de Sandcastle Day School, donde actualmente figuraban matriculados en diferentes cursos sus seis hijos menores.
La tradición de educar en casa a los hijos en Estados Unidos ha ido ganando adeptos desde los años 70 -en 2016 había 2,3 millones de estudiantes en ‘homeschool’– y, por eso, en la localidad californiana de Perris que una familia de trece hijos registrara su casa como escuela a nadie le extrañó. Además, las autoridades no habían recibido noticia de incidente alguno en la dirección que los Turpin ocupaban desde 2014. Ahora, los vecinos cuentan que no veían salir casi nunca a los hijos y que cuando vieron a alguno de ellos les pareció bastante demacrado. Pero, asegura la vecina más cercana, “nada como para llamar a la policía”.
La privacidad es sagrada, como también lo es la inviolabilidad del domicilio. Nadie puede entrar en tu casa sin una orden judicial, es decir, sin que la policía haya convencido a un juez de que existen claros indicios de que en el interior de la misma pueda estar cometiéndose un delito o se esconden pruebas de alguna actividad ilegal. Todos tenemos la tranquilidad de que, por lo general, lo que pasa en casa se queda en casa, aunque eso signifique, por otra parte, que algunas de las peores violencias contra personas se cometan en familia o con el escudo de las paredes privadas como colaboradoras necesarias. Son las dos caras de la moneda.
De hecho, llevamos años escandalizándonos con esas llamadas “casas de los horrores” que, por fortuna, han ido cayendo y sus prisioneros puestos en libertad, aunque las cadenas no vayan a soltarse sin más ni más de una mente torturada. Aún nos sigue espeluznando, por ejemplo, lo que la policía descubrió en el número 2207 de la Avenida Seymour en Ohio, de donde escaparon Amanda Berry, Gina DeJesus y Michele Knight después de más de una década secuestradas por Ariel Castro. Según sus vecinos, un hombre normal que organizaba barbacoas en el jardín trasero y lavaba el coche en el camino de entrada. Sí, de acuerdo, el tipo era un poco maniático todo el día con las persianas bajadas y algunas ventanas cubiertas con cartones desde hacía varios años…
Claro, que ningún vecino llama a la policía por tales motivos. Entre otras cosas, porque si lo hiciera, aparte de considerarle paranoico o cotilla, lo más seguro es que los propios agentes le dijeran que se metiera en sus asuntos. En el espeluznante caso de Cleveland, sin embargo, sí hubo al menos dos denuncias que alertaban de haber visto a chicas en el jardín atadas con correas de perros. Acudió entonces la policía, por supuesto, aunque con nula efectividad. Mucho más tarde, cuando Ariel Castro fue detenido, los agentes admitieron que ni siquiera llegaron a entrar en la vivienda porque nadie acudió a abrir la puerta a pesar de los timbrazos. No hay nadie, debieron de pensar y se marcharon.
También nos conmocionó la historia del padre (y abuelo) carcelero, torturador y violador de Amstetten, un pueblecito en el mismísimo corazón de Europa, en la cuna de nuestra cultura más clásica. Y volvimos a preguntarnos con incredulidad cómo era posible que unos hechos tan atroces se repitieran a lo largo de más de veinte años, sin que nadie, dentro de la familia, del vecindario o de las autoridades, sospechara o investigara lo más mínimo. El electricista austriaco Josef Fritzl había sido capaz de llevar dos vidas, una a la luz, bastante poco ejemplar, y otra, en el infierno, muchísimo peor, donde representaba el papel de espeluznante psicópata, rey de la oscuridad.
En el caso de la familia Turpin, llama la atención que los hijos encerrados y maltratados fueran 13, siete de ellos fueran mayores de edad, de 18 a 29 años, y que ninguno hubiera intentado nunca escapar, liberar a sus hermanos. Las imágenes publicadas por sus padres en Facebook son el colmo de la “normalidad”, la fachada que escondía la casa oscura, sucia y hedionda a cuyo timbre llamó la policía después de ser alertados por la hija de 17 años que, según la Oficina del Sheriff del Condado, aparentaba 10. Dijo que sus 12 hermanos estaban secuestrados en su propia casa, algunos encadenados, todos muriéndose de hambre, y se escabulló para encontrarse con los agentes a quienes mostró fotografías en un teléfono móvil para probar que no era una adolescente chiflada con ganas de fastidiar a los progenitores.
Cuando los policías llamaron al timbre del chalet de la localidad de Perris, a 120 kilómetros de Los Ángeles, aquí sí se abrió la puerta. Los agentes se encontraron con la mirada perpleja de Luise Anne, la madre. Eran las 7 de la mañana del domingo y la señora Turpin no pareció asustada, solo sorprendida de que la policía tuviera algo que hacer allí, en su hogar. ¿Acaso lo que ocurre en el seno de una familia no se queda en casa?
La primera decisión del juez, antes de que vuelvan a comparecer este jueves en el juzgado, fue la de imponer a cada uno de los cónyuges una fianza de nueve millones de dólares. Mientras, sus trece hijos permanecen ingresados en distintos centros médicos de la zona. Difícil augurar cómo será su vida a partir de ahora.