Duterte no viene de la derecha sino de la izquierda, pero su discurso es igual de polémico que el de sus homólogos llegados desde la otra punta del ideario político. Todos prometen devolver el liderazgo en el mundo del país que gobiernan, ocuparse de sus nacionales en primer lugar, combatir la corrupción y utilizar la fuerza. Por supuesto, con diferencias. Duterte es de los que salen “ganando”. Por goleada. Aunque sus seguidores lo calificaran de honesto cuando durante la campaña electoral dijo, por ejemplo: “Olviden las leyes sobre derechos humanos, si soy elegido presidente, haré lo mismo que cuando fui alcalde. Es mejor que los traficantes, los ladrones y los vagabundos se vayan porque voy a matarlos”.
Sí, como saben, Duterte ocupó el cargo de alcalde antes de llegar en 2016 a la presidencia. En 1988 fue elegido para gobernar la alcaldía de Davao, después de ejercer en esa misma localidad – la más grande de Mindanao, y la tercera más poblada del país – como abogado y, más tarde, como fiscal. Y cuando llegó a alcalde, no lo hizo para un rato. Permaneció en el cargo siete mandatos no consecutivos, que en años se traducen en 22. Aunque la ciudad sigue siendo una de las más violentas del país, con Rodrigo Duterte hubo un descenso de la criminalidad, resultado, en gran parte, de los asesinatos extrajudiciales de sospechosos de crímenes y de drogadictos.
Grupos de derechos humanos documentaron más de 1400 homicidios presuntamente ejecutados por escuadrones de la muerte que operaron en Davao entre 1998 y mayo de 2016. Las víctimas: drogadictos, traficantes, homeless y niños de la calle. Solo que entonces negaba su participación en dichas actividades y en enero de 2016, la Comisión de Derechos Humanos de Filipinas, que investigó el supuesto exterminio en Davao entre 2005 y 2009, dictaminó que no había podido encontrar “ninguna evidencia que apoyara la atribución de muertes a esos grupos, y mucho menos la participación del alcalde Duterte”. A pesar de que en los mítines él mismo presumía de hacerlo. En todo caso, el resultado está ahí: el 9 de mayo de 2016, Duterte, candidato del Partido Democrático Filipino-Poder Popular, ganaba en las presidenciales con record de votos: 16,6 millones, y una ventaja de 6,6 millones de votos sobre el segundo candidato, Manuel “Mar” Roxas II.
En un país donde solo en 2015 la cifra de homicidios fue de 12500, su duro discurso contra la delincuencia, que predica incluso el asesinato de traficantes y drogadictos como política de Estado, parece que cala en lo más profundo de la sociedad. Violencia contra la violencia, muerte para luchar contra la muerte. Una de sus medidas recientemente anunciadas es la creación de un grupo civil armado para hacer frente al Nuevo Ejército Popular, grupo rebelde de finales de los 60 que sigue en activo. La milicia se va a llamar “Escuadrón de la Muerte Duterte” y tendrá poderes para matar a sospechosos de ser revolucionarios, drogadictos e incluso a personas que vaguen sin propósito por las calles.
En su discurso dirigido a la nación después de saberse ganador de los comicios, Duterte alentó a civiles armados a matar a traficantes. “Siéntanse libres de llamarnos o hágalo usted mismo, si tiene un arma”, dijo tan tranquilo, “Abátanlos y les daré una medalla”. Lo cierto es que pocas semanas después de su toma de posesión, ya se contabilizaban en 2.000 los asesinatos de individuos supuestamente vinculados al narcotráfico a manos de la policía, grupos de vigilantes o asesinos a sueldo que actúan bajo el mando de las autoridades. Amnistía Internacional denuncia que es, en realidad, una guerra contra los pobres.
Duterte, por supuesto, no tolera críticas a su política. Otro rasgo común de los líderes populistas y autoritarios, con ellos o contra ellos. Cuando expertos en derechos humanos de la Organización de las Naciones Unidas alertaron por el creciente número de ejecuciones extrajudiciales en Filipinas desde que él había llegado al poder, amenazó con retirar al país de la ONU y formar una nueva organización internacional con China y las naciones africanas. El presidente aseguró entonces que en política exterior, solo se seguiría una línea de total independencia y rechazo de “cualquier injerencia de gobiernos extranjeros”. De nuevo, un punto en común entre personajes como Vladimir Putin, el citado Viktor Órban o Recep Tayyip Erdogan.
Tampoco le gusta a Duterte que le puedan acusar de mirar para otro lado si quien delinque es su propio hijo. Al menos, no de cara a la galería. Así que cuando se vinculó a su hijo mayor, Paolo Duterte, con una operación de tráfico de metanfetaminas provenientes de China el presidente se apresuró a mandar alto y claro un mensaje a su hijo: “Mis órdenes son matarte y si te atrapan, protegeré al policía que te mate”. En todo caso, Paolo, de 42 años y conocido como Pulong, negó rápidamente las acusaciones que partían de una denuncia realizada por el senador Antonio Trillanes, quien para zanjar el asunto de su inocencia o culpabilidad pidió a Paolo que enseñara su espalda. La más que curiosa petición pretendía demostrar que el hijo del presidente lleva incluso un tatuaje que demuestra su pertenencia a la organización criminal china. Paolo se negó.
Por fortuna, el presidente filipino tiene a su hija Sara para darle alegrías. Además, igual que él mismo sucedió un día a su padre en el cargo de alcalde ahora le tocaría a ella sucederle en la presidencia. En la alcaldía de Davao, de hecho, ya hace tiempo que Sara Duterte-Carpio tomó el relevo de su padre. A sus 73 años, con una enfermedad al parecer grave, el presidente lleva tiempo diciendo que está preparado para retirarse antes del fin de la legislatura en 2022. Eso sí, siempre que haya a mano una digna sucesora como su hija, porque, según ha dicho, “Si yo no puedo cumplir con mis promesas, ella lo hará”. Pocos lo dudan. Hace siete años le pusieron el apodo de “La Púgil”, después de ser grabada asestando un puñetazo a un policía que dirigía un desahucio en un asentamiento ilegal y, según una encuesta nacional del pasado verano, el 46,2% de los participantes le daría su apoyo como candidata presidencial.
El momento, además, sería este. Porque la popularidad de Duterte habría empezado a bajar del 88% que tenía el pasado verano. También apodado “el justiciero”, su gran “éxito” eliminando a los malos se está viendo eclipsado por la frágil economía del país, con una inflación del 6,4% en agosto, la más alta en casi una década, y una moneda que se devalúa. El próximo mayo tendrán lugar las elecciones legislativas, que se verán, igual que le ha ocurrido a Trump, como un de plebiscito sobre su mandato. Y se está poniendo nervioso. En un reciente mensaje a la nación, Duterte denunció un complot para derrocarle de sus rivales del proscrito Partido Comunista y los exmilitares del llamado grupo Magdalo.
Precisamente, el senador Antonio Trillanes, de quien vino la denuncia contra Paolo, es uno de los líderes de Magdalo. Muy crítico con la campaña antidroga del presidente, Trillanes también es un viejo conocido de la política en Filipinas y se encuentra detenido, acusado de rebelión después de que Duterte le retirase la amnistía que le concedió Aquino en 2011 por su participación en los levantamientos militares. Se trata del segundo legislador que ha sido detenido durante su mandato. La primera fue la también senadora Leila de Lima, activista de derechos humanos, que está en prisión sin juicio desde febrero de 2017 por aceptar, presuntamente, sobornos de narcotraficantes, una acusación que ella niega asegurando que es un montaje de carácter político para apartarla de sus funciones.
Cansado o no de gobernar, enfermo grave o no, Rodrigo Duterte no es de los que se marchan sin dejar todo atado a su favor. Y en Filipinas, además, la oposición ni siquiera cree que no vaya a seguir en el poder hasta 2022 e incluso más. Su hija se encargará, en todo caso, de que el dutertismo siga mandando.